[1938] • JUAN PABLO II (1978-2005) • PROMOCIONAR LA FAMILIA
Alocución Per un’adeguata preparazione, en la Audiencia General, 1 diciembre 1999
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1. Para una adecuada preparación al gran jubileo no puede faltar en la comunidad cristiana un serio compromiso de redescubrimiento del valor de la familia y del matrimonio (cf. Tertio millennio adveniente, 51). Ese compromiso es tanto más urgente, cuanto que este valor hoy es puesto en tela de juicio por gran parte de la cultura y de la sociedad.
No sólo se discuten algunos modelos de vida familiar, que cambian bajo la presión de las transformaciones sociales y de las nuevas condiciones de trabajo. Es la concepción misma de la familia, como comunidad fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, la que se ataca en nombre de una ética relativista que se abre camino en amplios sectores de la opinión pública e incluso de la legislación civil.
La crisis de la familia se transforma, a su vez, en causa de la crisis de la sociedad. No pocos fenómenos patológicos –como la soledad, la violencia y la droga– se explican, entre otras causas, porque los núcleos familiares han perdido su identidad y su función. Donde cede la familia, a la sociedad le falla su entramado de conexión, con consecuencias desastrosas que afectan a las personas y, especialmente, a los más débiles: niños, adolescentes, minusválidos, enfermos, ancianos...
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2. Así pues, es preciso promover una reflexión que ayude no sólo a los creyentes, sino también a todos los hombres de buena voluntad, a redescubrir el valor del matrimonio y de la familia. En el Catecismo de la Iglesia católica se lee: “La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad” (n. 2207)[1].
Al redescubrimiento de la familia puede llegar por sí sola la razón, escuchando la ley moral inscrita en el corazón humano. La familia, comunidad “fundada y vivificada por el amor” (Familiaris consortio, 18)[2], encuentra su fuerza en la alianza definitiva de amor con la que un hombre y una mujer se entregan recíprocamente, convirtiéndose juntos en colaboradores de Dios para transmitir la vida.
En la base de esta relación fontal de amor, también las relaciones que se entablan con los demás miembros de la familia, y entre ellos, deben inspirarse en el amor y caracterizarse por el afecto y el apoyo mutuo. El amor auténtico, lejos de encerrar a la familia en sí misma, la abre a la sociedad entera, dado que la pequeña familia doméstica y la gran familia de todos los seres humanos no se oponen, sino que mantienen una relación íntima y originaria. En la raíz de todo esto se halla el misterio mismo de Dios, que precisamente la familia evoca de modo especial. En efecto, como escribí hace algunos años en la Carta a las familias, “a la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El Nosotros divino constituye el modelo eterno del nosotros humano; ante todo, de aquel nosotros que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina” (n. 6: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de febrero de 1994, p. 6)[3].
[1]. [1992 10 11d/ 2207]
[2]. [1981 11 22/ 18]
[3]. [1994 02 02a/ 6]
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3. La paternidad de Dios es la fuente trascendente de toda otra paternidad y maternidad humana. Contemplándola con amor, debemos sentirnos comprometidos a redescubrir la riqueza de comunión, de generación y de vida que caracteriza al matrimonio y a la familia.
En ella se desarrollan relaciones interpersonales, en las que a cada uno se le encomienda, aunque sin esquemas rígidos, una tarea específica. No pretendo aquí referirme a las tareas sociales y funcionales, que son expresiones de marcos históricos y culturales particulares. Más bien pienso en la importancia que revisten, en la relación esponsal recíproca y en el común compromiso de padres, la figura del hombre y de la mujer en cuanto llamados a actuar sus características naturales en el ámbito de una comunión profunda, enriquecedora y respetuosa. “A esta unidad de los dos confía Dios no sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia” (Carta a las mujeres, 8: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio de 1995, p. 12)[4].
[4]. [1995 06 29/ 8]
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4. Asimismo, el hijo debe considerarse como la expresión máxima de la comunión del hombre y de la mujer, o sea, de la recíproca acogida-donación que se realiza y se trasciende en un “tercero”, en el hijo precisamente. El hijo es la bendición de Dios. Transforma al marido y a la mujer en padre y madre (cf. Familiaris consortio, 21)[5]. Ambos “salen de sí mismos” y se expresan en una persona que, a pesar de ser fruto de su amor, va más allá de ellos.
A la familia se aplica de modo especial el ideal expresado en la oración sacerdotal, en la que Jesús pide que su unidad con el Padre implique a sus discípulos (cf. Jn 17, 11) y a los que crean en su palabra (cf. Jn 17, 20-21). La familia cristiana, “iglesia doméstica” (cf. Lumen gentium, 11)[6], está llamada a realizar de modo especial este ideal de perfecta comunión.
[5]. [1981 11 22/ 21]
[6]. [1964 11 21a/ 11]
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5. Así pues, al acercarse la conclusión de este año dedicado a la meditación sobre Dios Padre, redescubramos la familia a la luz de la paternidad divina. De la contemplación de Dios Padre podemos deducir sobre todo una urgencia que responde muy bien a los desafíos del actual momento histórico.
Contemplar a Dios Padre significa concebir la familia como el lugar de la acogida y de la promoción de la vida, laboratorio de fraternidad donde, con la ayuda del Espíritu de Cristo, se crea entre los hombres “una nueva fraternidad y solidaridad, verdadero reflejo del misterio de recíproca entrega y acogida propio de la santísima Trinidad” (Evangelium vitae, 76)[7].
A la luz de la experiencia de familias cristianas renovadas, la Iglesia misma podrá aprender a cultivar, entre todos los miembros de la comunidad, una dimensión más familiar, adoptando y promoviendo un estilo de relaciones más humano y fraterno (cf. Familiaris consortio, 64)[8].
[OR (e.c.) 3.XII.1999, 3]
[7]. [1995 03 25b/ 76]
[8]. [1981 11 22/ 64]
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1. Per un’adeguata preparazione al grande Giubileo non può mancare nella comunità cristiana un serio impegno di riscoperta del valore della famiglia e del matrimonio (cfr Tertio Millennio adveniente, 51). Ciò è tanto più urgente, in quanto questo valore è oggi messo in discussione da gran parte della cultura e della società.
Non sono contestati soltanto alcuni modelli di vita familiare, che cambiano sotto la pressione delle trasformazioni sociali e delle nuove condizioni di lavoro. È la concezione stessa della famiglia, quale comunità fondata sul matrimonio tra un uomo e una donna, a esser presa di mira in nome di un’etica relativistica che si fa strada in larghi settori dell’opinione pubblica e della stessa legislazione civile.
La crisi della famiglia diventa, a sua volta, causa della crisi della società. Non pochi fenomeni patologici –dalla solitudine alla violenza, alla droga– si spiegano anche perchè i nuclei familiari hanno perso la loro identità e la loro funzione. Dove cede la famiglia, la società viene a mancare del suo tessuto connettivo, con disastrose conseguenze che investono le persone, in particolare i più deboli: dai bambini agli adolescenti, ai portatori di handicap, agli ammalati, agli anziani...
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2. Occorre dunque promuovere una riflessione che aiuti non solo i credenti, ma tutti gli uomini di buona volontà, a riscoprire il valore del matrimonio e della famiglia. Nel Catechismo della Chiesa Cattolica si legge: “La famiglia è la cellula originaria della vita sociale. È la società naturale in cui l’uomo e la donna sono chiamati al dono di sè nell’amore e nel dono della vita. L’autorità, la stabilità e la vita di relazione in seno alla famiglia costituiscono i fondamenti della libertà, della sicurezza, della fraternità nell’ambito della società” (n. 2207)[1].
Alla riscoperta della famiglia può arrivare la stessa ragione, ascoltando la legge morale inscritta nel cuore umano. Comunità “fondata e vivificata dall’amore” (cfr Esort. ap. Familiaris consortio, 18)[2], la famiglia trae la sua forza dall’alleanza definitiva di amore con cui un uomo e una donna si donano reciprocamente, diventando insieme collaboratori di Dio nel dono della vita.
Sulla base di questo fontale rapporto d’amore, anche le relazioni che si stabiliscono con e tra gli altri membri della famiglia devono ispirarsi all’amore ed essere caratterizzate da affetto e reciproco sostegno. Lungi dal chiudere la famiglia in se stessa, l’amore autentico la apre all’intera società, poichè la piccola famiglia domestica e la grande famiglia di tutti gli esseri umani non stanno in opposizione, ma in intimo e originario rapporto. Alla radice di tutto questo c’è il mistero stesso di Dio, che proprio la famiglia evoca in modo speciale. Come infatti scrivevo qualche anno fa nella Lettera alle famiglie, “alla luce del Nuovo Testamento è possibile intravedere come il modello originario della famiglia vada ricercato in Dio stesso, nel mistero trinitario della sua vita. Il “Noi” divino costituisce il modello eterno del “noi” umano; di quel “noi” innanzitutto che è formato dall’uomo e dalla donna, creati ad immagine e somiglianza divina” (n. 6: Insegnamenti XVII/1 [1994], 332)[3].
[1]. [1992 10 11d/ 2207]
[2]. [1981 11 22/ 18]
[3]. [1994 02 02a/ 6]
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3. La paternità di Dio è la sorgente trascendente di ogni altra paternità e maternità umana. Contemplandola con amore, dobbiamo sentirci impegnati a riscoprire quella ricchezza di comunione, di generazione e di vita che caratterizza il matrimonio e la famiglia.
In essa si sviluppano relazioni interpersonali in cui a ciascuno è affidato, pur senza rigidi schematismi, un compito specifico. Non intendo qui riferirmi a quei ruoli sociali e funzionali che sono espressioni di particolari contesti storici e culturali. Penso piuttosto all’importanza che rivestono, nel rapporto reciproco sponsale e nel comune impegno di genitori, la figura dell’uomo e della donna in quanto chiamati ad attuare le loro naturali caratteristiche nell’ambito di una comunione profonda, arricchente e rispettosa. “A questa ‘unità dei due’ è affidata da Dio non soltanto l’opera della procreazione e la vita della famiglia, ma la costruzione stessa della storia” (Lettera alle donne, 8: Insegnamenti XVIII/1 [1995], 1878)[4].
[4]. [1995 06 29/ 8]
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4. Il figlio poi deve essere sentito come l’espressione massima della comunione dell’uomo e della donna, ossia della reciproca accoglienza/donazione che si realizza e si trascende in un “terzo”, nel figlio appunto. Il figlio è la benedizione di Dio. Egli trasforma il marito e la moglie in padre e madre (cfr Esort. ap. Familiaris consortio, 21)[5]. Entrambi “escono da sè” e si esprimono in una persona, che pur frutto del loro amore, va oltre loro stessi.
Alla famiglia si applica in modo speciale l’ideale espresso nella preghiera sacerdotale, in cui Gesù chiede che la sua unità col Padre coinvolga i discepoli (cfr Gv 17, 11) e coloro che crederanno alla loro parola (cfr Gv 17, 20-21). La famiglia cristiana, “chiesa domestica” (cfr Lumen gentium, 11)[6], è chiamata a realizzare in modo speciale questo ideale di perfetta comunione.
[5]. [1981 11 22/ 21]
[6]. [1964 11 21a/ 11]
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5. Avviandoci alla conclusione di quest’anno dedicato alla meditazione su Dio Padre, riscopriamo dunque la famiglia alla luce della paternità divina. Dalla contemplazione di Dio Padre possiamo dedurre soprattutto un’urgenza particolarmente rispondente alle sfide dell’attuale momento storico.
Guardare a Dio Padre significa concepire la famiglia come il luogo dell’accoglienza e della promozione della vita, laboratorio di fraternità dove, con l’aiuto dello Spirito di Cristo, si crea tra gli uomini “una nuova fraternità e solidarietà, vero riflesso del mistero di reciproca donazione e accoglienza proprio della Santissima Trinità” (Evangelium vitae, 76)[7].
Dall’esperienza di famiglie cristiane rinnovate, la stessa Chiesa potrà imparare a coltivare, tra tutti i membri della comunità, una dimensione più familiare, adottando e promuovendo uno stile di rapporti più umano e fraterno (cfr FC, 64)[8].
[OR 2.XII.1999, 4]
[7]. [1995 03 25b/ 76]
[8]. [1981 11 22/ 64]