[1944] • JUAN PABLO II (1978-2005) • LA ABSOLUTA INDISOLUBILIDAD DEL MATRIMONIO RATO Y CONSUMADO
Discurso Ogni anno, a la Rota Romana en la apertura del Año Judicial, 21 enero 2000
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1. Cada año la solemne inauguración de la actividad judicial del Tribunal de la Rota romana me brinda la grata ocasión de encontrarme personalmente con todos vosotros, que formáis el Colegio de los prelados auditores, oficiales y abogados patrocinantes en este Tribunal. Asimismo, me ofrece la oportunidad de renovaros mi estima y manifestaros mi viva gratitud por la valiosa labor que realizáis con generosidad y gran competencia en nombre y por mandato de la Sede apostólica.
Os saludo con afecto a todos y particularmente al nuevo decano, a quien agradezco las afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre suyo y de todo el Tribunal de la Rota romana. Al mismo tiempo, deseo expresar mi gratitud al arzobispo monseñor Mario Francesco Pompedda, nombrado recientemente prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica, por el largo servicio que prestó en vuestro Tribunal con entrega generosa y singular preparación y competencia.
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2. Esta mañana, estimulado por las palabras del monseñor decano, quiero reflexionar con vosotros sobre la hipótesis de valor jurídico de la actual mentalidad divorcista con vistas a una posible declaración de nulidad de matrimonio, y sobre la doctrina de la indisolubilidad absoluta del matrimonio rato y consumado, así como sobre el límite de la potestad del Sumo Pontífice con respecto a dicho matrimonio.
En la exhortación apostólica Familiaris consortio, publicada el 22 de noviembre de 1981, puse de relieve sea los aspectos positivos de la nueva realidad familiar, como la conciencia más viva de la libertad personal, la mayor atención a las relaciones personales en el matrimonio y a la promoción de la dignidad de la mujer, sea los negativos, vinculados a la degradación de algunos valores fundamentales y a la “equivocada concepción teórica y práctica de la independencia de los cónyuges entre sí”, destacando su influjo en “el número cada vez mayor de divorcios” (n. 6)[1].
Escribí, asimismo, que en la base de esos fenómenos negativos que denuncié “está muchas veces una corrupción de la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás, en orden al propio bienestar egoísta” (ib.)[2]. Por eso, subrayé el “deber fundamental” de la Iglesia de “reafirmar con fuerza, como han hecho los padres del Sínodo, la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio” (n. 20)[3], también con el fin de disipar la sombra que algunas opiniones surgidas en el ámbito de la investigación teológico-canónica parecen arrojar sobre el valor de la indisolubilidad del vínculo conyugal. Se trata de tesis favorables a superar la incompatibilidad absoluta entre un matrimonio rato y consumado (cf. Código de derecho canónico, c. 1061, § 1)[4] y un nuevo matrimonio de uno de los cónyuges, durante la vida del otro.
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3. La Iglesia, en su fidelidad a Cristo, no puede por menos de reafirmar con firmeza “la buena nueva de la perennidad del amor conyugal, que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza (cf. Ef 5, 25)” (Familiaris consortio, 20)[5], a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible unirse a una persona para toda la vida, y a cuantos, por desgracia, se ven arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se burla abiertamente del compromiso de fidelidad de los esposos.
En efecto, “enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su revelación: él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia” (ib.)[6].
La “buena nueva de la perennidad del amor conyugal” no es una vaga abstracción o una frase hermosa que refleja el deseo común de los que deciden contraer matrimonio. Esta buena nueva tiene su raíz, más bien, en la novedad cristiana, que hace del matrimonio un sacramento. Los esposos cristianos, que han recibido “el don del sacramento”, están llamados con la gracia de Dios a dar testimonio de “generosa obediencia a la santa voluntad del Señor ‘lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre’ (Mt 19, 6), o sea, del inestimable valor de la indisolubilidad (...) matrimonial” (ib.)[7]. Por estos motivos –afirma el Catecismo de la Iglesia católica– “la Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo (cf. Mc 10, 11-12) (...), que no puede reconocer como válida una nueva unión, si era válido el primer matrimonio” (n. 1650)[8].
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4. Ciertamente, “la Iglesia, tras examinar la situación por el tribunal eclesiástico competente, puede declarar ‘la nulidad del matrimonio’, es decir, que el matrimonio no ha existido”, y, en este caso, los contrayentes “quedan libres para casarse, aunque deben cumplir las obligaciones naturales nacidas de una unión anterior” (ib., n. 1629)[9]. Sin embargo, las declaraciones de nulidad por los motivos establecidos por las normas canónicas, especialmente por el defecto y los vicios del consentimiento matrimonial (cf. Código de derecho canónico, cc. 1095-1107)[10], no pueden estar en contraste con el principio de la indisolubilidad.
Es innegable que la mentalidad común de la sociedad en que vivimos tiene dificultad para aceptar la indisolubilidad del vínculo matrimonial y el concepto mismo del matrimonio como “alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida” (ib., c. 1055, § 1)[11], cuyas propiedades esenciales son “la unidad y la indisolubilidad, que en el matrimonio cristiano alcanzan una particular firmeza por razón del sacramento” (ib., c. 1056)[12]. Pero esa dificultad real no equivale “sic et simpliciter” a un rechazo concreto del matrimonio cristiano o de sus propiedades esenciales. Mucho menos justifica la presunción, a veces lamentablemente formulada por algunos tribunales, según la cual la prevalente intención de los contrayentes, en una sociedad secularizada y marcada por fuertes corrientes divorcistas, es querer un matrimonio soluble hasta el punto de exigir más bien la prueba de la existencia del verdadero consenso.
La tradición canónica y la jurisprudencia rotal, para afirmar la exclusión de una propiedad esencial o la negación de una finalidad esencial del matrimonio, siempre han exigido que éstas se realicen con un acto positivo de voluntad, que supere una voluntad habitual y genérica, una veleidad interpretativa, una equivocada opinión sobre la bondad, en algunos casos, del divorcio, o un simple propósito de no respetar los compromisos realmente asumidos.
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5. Por eso, en coherencia con la doctrina constantemente profesada por la Iglesia, se impone la conclusión de que las opiniones que están en contraste con el principio de la indisolubilidad o las actitudes contrarias a él, sin el rechazo formal de la celebración del matrimonio sacramental, no superan los límites del simple error acerca de la indisolubilidad del matrimonio que, según la tradición canónica y las normas vigentes, no vicia el consentimiento matrimonial (cf. ib., c. 1099)[13].
Sin embargo, en virtud del principio de la indisolubilidad del consentimiento matrimonial (cf. ib., c. 1057)[14], el error acerca de la indisolubilidad, de forma excepcional, puede tener eficacia que invalida el consentimiento, cuando determine positivamente la voluntad del contrayente hacia la opción contraria a la indisolubilidad del matrimonio (cf. ib., c. 1099)[15].
Eso sólo puede verificarse cuando el juicio erróneo acerca de la indisolubilidad del vínculo influye de modo determinante sobre la decisión de la voluntad, porque se halla orientado por una íntima convicción, profundamente arraigada en el alma del contrayente y profesada por el mismo con determinación y obstinación.
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6. Este encuentro con vosotros, miembros del Tribunal de la Rota romana, es un contexto adecuado para hablar también a toda la Iglesia sobre el límite de la potestad del Sumo Pontífice con respecto al matrimonio rato y consumado, que “no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa, fuera de la muerte” (ib., 1141; Código de cánones de las Iglesias orientales, c. 853)[16]. Esta formulación del derecho canónico no es sólo de naturaleza disciplinaria o prudencial, sino que corresponde a una verdad doctrinal mantenida desde siempre en la Iglesia.
Con todo, se va difundiendo la idea según la cual la potestad del Romano Pontífice, al ser vicaria de la potestad divina de Cristo, no sería una de las potestades humanas a las que se refieren los cánones citados y, por consiguiente, tal vez en algunos casos podría extenderse también a la disolución de los matrimonios ratos y consumados. Frente a las dudas y turbaciones de espíritu que podrían surgir, es necesario reafirmar que el matrimonio sacramental rato y consumado nunca puede ser disuelto, ni siquiera por la potestad del Romano Pontífice. La afirmación opuesta implicaría la tesis de que no existe ningún matrimonio absolutamente indisoluble, lo cual sería contrario al sentido en que la Iglesia ha enseñado y enseña la indisolubilidad del vínculo matrimonial.
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7. Esta doctrina –la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios ratos y consumados– ha sido propuesta muchas veces por mis predecesores (cf., por ejemplo, Pío IX, carta Verbis exprimere del 15 de agosto de 1859: Insegnamenti Pontifici, ed. Paulinas, Roma 1957, vol. I, n. 103[17]; León XIII, carta encíclica Arcanum del 10 de febrero de 1880: ASS 12 [1879-1880], 400[18]; Pío XI, carta encíclica Casti connubii del 31 de diciembre de 1930: AAS 22 [1930] 552[19]; Pío XII, Discurso a los recién casados, 22 de abril de 1942: Discorsi e Radiomessaggi di S.S. Pio XII, ed. Vaticana, vol. IV, 47[20]).
Quisiera citar, en particular, una afirmación del Papa Pío XII: “El matrimonio rato y consumado es, por derecho divino, indisoluble, puesto que no puede ser disuelto por ninguna autoridad humana (cf. Código de derecho canónico antiguo, c. 1118)[21]. Sin embargo, los demás matrimonios, aunque sean intrínsecamente indisolubles, no tienen una indisolubilidad extrínseca absoluta, sino que, dados ciertos presupuestos necesarios, pueden ser disueltos (se trata, como es sabido, de casos relativamente muy raros), no sólo en virtud del privilegio paulino, sino también por el Romano Pontífice en virtud de su potestad ministerial” (Discurso a la Rota romana, 3 de octubre de 1941: AAS 33 [1941] 424-425)[22]. Con estas palabras, Pío XII interpretaba explícitamente el canon 1118, que corresponde al actual canon 1141 del Código de derecho canónico y al canon 853 del Código de cánones de las Iglesias orientales, en el sentido de que la expresión “potestad humana” incluye también la potestad ministerial o vicaria del Papa, y presentaba esta doctrina como pacíficamente sostenida por todos los expertos en la materia. En este contexto, conviene citar también el Catecismo de la Iglesia ca tólica, con la gran autoridad doctrinal que le confiere la intervención de todo el Episcopado en su redacción y mi aprobación especial. En él se lee: “Por tanto, el vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo, que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio, es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esta disposición de la sabiduría divina” (n. 1640)[23].
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8. En efecto, el Romano Pontífice tiene la “potestad sagrada” de enseñar la verdad del Evangelio, administrar los sacramentos y gobernar pastoralmente la Iglesia en nombre y con la autoridad de Cristo, pero esa potestad no incluye en sí misma ningún poder sobre la ley divina, natural o positiva. Ni la Escritura ni la Tradición conocen una facultad del Romano Pontífice para la disolución del matrimonio rato y consumado; más aún, la praxis constante de la Iglesia demuestra la convicción firme de la Tradición según la cual esa potestad no existe. Las fuertes expresiones de los Romanos Pontífices son sólo el eco fiel y la interpretación auténtica de la convicción permanente de la Iglesia.
Así pues, se deduce claramente que el Magisterio de la Iglesia enseña la no extensión de la potestad del Romano Pontífice a los matrimonios sacramentales ratos y consumados como doctrina que se ha de considerar definitiva, aunque no haya sido declarada de forma solemne mediante un acto de definición. En efecto, esa doctrina ha sido propuesta explícitamente por los Romanos Pontífices en términos categóricos, de modo constante y en un arco de tiempo suficientemente largo. Ha sido hecha propia y enseñada por todos los obispos en comunión con la Sede de Pedro, con la convicción de que los fieles la han de mantener y aceptar. En este sentido la ha vuelto a proponer el Catecismo de la Iglesia católica. Por lo demás, se trata de una doctrina confirmada por la praxis multisecular de la Iglesia, mantenida con plena fidelidad y heroísmo, a veces incluso frente a graves presiones de los poderosos de este mundo.
Es muy significativa la actitud de los Papas, los cuales, también en el tiempo de una afirmación más clara del primado petrino, siempre se han mostrado conscientes de que su magisterio está totalmente al servicio de la palabra de Dios (cf. constitución dogmática Dei Verbum, 10) y, con este espíritu, no se ponen por encima del don del Señor, sino que sólo se esfuerzan por conservar y administrar el bien confiado a la Iglesia.
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9. Éstas son, ilustres prelados auditores y oficiales, las reflexiones que, en una materia de tanta importancia y gravedad, me urgía participaros. Las encomiendo a vuestra mente y a vuestro corazón, con la seguridad de vuestra plena fidelidad y adhesión a la palabra de Dios, interpretada por el Magisterio de la Iglesia, y a la ley canónica en su más genuina y completa interpretación.
Invoco sobre vuestro no fácil servicio eclesial la protección constante de María, Reina de la familia. A la vez que os aseguro mi cercanía con mi estima y mi aprecio, de corazón os imparto a todos vosotros, como prenda de constante afecto, una especial bendición apostólica.
[O.R. (e. c.), 28.I.2000, 5-6]
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1. Ogni anno la solenne inaugurazione dell’attività giudiziaria del Tribunale della Rota Romana mi offre la gradita occasione di incontrare personalmente tutti voi, che costituite il Collegio dei Prelati Uditori, degli Officiali e degli Avvocati patrocinanti presso questo Tribunale. Mi dà, altresì, l’opportunità di rinnovarvi l’espressione della mia stima e di manifestarvi viva riconoscenza per il prezioso lavoro che generosamente e con qualificata competenza svolgete a nome e per mandato della Sede Apostolica.
Tutti vi saluto con affetto, riservando un particolare saluto al nuovo Decano, che ringrazio per il devoto omaggio testé indirizzatomi a nome suo personale e di tutto il Tribunale della Rota Romana. Desidero, in pari tempo, rivolgere un pensiero di gratitudine e di ringraziamento all’Arcivescovo Mons. Mario Francesco Pompedda, recentemente nominato Prefetto del Supremo Tribunale della Segnatura Apostolica, per il lungo servizio da lui reso con generosa dedizione e singolare preparazione e competenza presso il vostro Tribunale.
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2. Questa mattina, quasi sollecitato dalle parole di Mons. Decano, desidero soffermarmi a riflettere con voi sull’ipotesi di valenza giuridica della corrente mentalità divorzista ai fini di una eventuale dichiarazione di nullità di matrimonio, e sulla dottrina dell’indissolubilità assoluta del matrimonio rato e consumato, nonchè sul limite della potestà del Sommo Pontefice nei confronti di tale matrimonio.
Nell’Esortazione apostolica Familiaris consortio, pubblicata il 22 novembre 1981, mettevo in luce sia gli aspetti positivi della nuova realtà familiare, quali la coscienza più viva della libertà personale, la maggiore attenzione alle relazioni personali nel matrimonio e alla promozione della dignità della donna, sia quelli negativi legati alla degradazione di alcuni valori fondamentali, e all’“errata concezione teorica e pratica dell’indipendenza dei coniugi fra di loro”, rilevando la loro incidenza sul “numero crescente dei divorzi” (n. 6)[1].
Alla radice dei denunziati fenomeni negativi, scrivevo, “sta spesso una corruzione dell’idea e dell’esperienza della libertà, concepita non come la capacità di realizzare la verità del progetto di Dio sul matrimonio e la famiglia, ma come autonoma forza di affermazione, non di rado contro gli altri, per il proprio egoistico benessere” (n. 6)[2]. Per questo sottolineavo il “dovere fondamentale” della Chiesa di “riaffermare con forza, come hanno fatto i Padri del Sinodo, la dottrina dell’indissolubilità del matrimonio” (n. 20)[3], anche al fine di dissipare l’ombra che, sul valore dell’indissolubilità del vincolo coniugale, sembrano gettare alcune opinioni scaturite nell’ambito della ricerca teologico-canonistica. Si tratta di tesi favorevoli al superamento dell’incompatibilità assoluta tra un matrimonio rato e consumato (cf. CIC, can. 1061 § 1)[4] e un nuovo matrimonio di uno dei coniugi, durante la vita dell’altro.
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3. La Chiesa, nella sua fedeltà a Cristo, non può non ribadire con fermezza “il lieto annuncio della definitività di quell’amore coniugale, che ha in Gesù il suo fondamento e la sua forza (cf. Ef 5, 25)” (FC, 20)[5], a quanti, ai nostri giorni, ritengono difficile o addirittura impossibile legarsi ad una persona per tutta la vita e a quanti si ritrovano, purtroppo, travolti da una cultura che rifiuta l’indissolubilità matrimoniale e che deride apertamente l’impegno degli sposi alla fedeltà.
Infatti, “radicata nella personale e totale donazione dei coniugi e richiesta dal bene dei figli, l’indissolubilità del matrimonio trova la sua verità ultima nel disegno che Dio ha manifestato nella sua Rivelazione: Egli vuole e dona l’indissolubilità matrimoniale come frutto, segno ed esigenza dell’amore assolutamente fedele che Dio ha per l’uomo e che il Signore Gesù vive verso la sua Chiesa” (FC, n. 20)[6].
Il “lieto annuncio della definitività dell’amore coniugale” non è una vaga astrazione o una bella frase che riflette il comune desiderio di coloro che si determinano al matrimonio. Questo annuncio si radica piuttosto nella novità cristiana, che fa del matrimonio un sacramento. Gli sposi cristiani, che hanno ricevuto “il dono del sacramento”, sono chiamati con la grazia di Dio a dare testimonianza “alla santa volontà del Signore: ‘Quello che Dio ha congiunto, l’uomo non lo separi’ (Mt 19, 6), ossia all’inestimabile valore dell’indissolubilità... matrimoniale” (FC, n. 20)[7]. Per questi motivi –afferma il Catechismo della Chiesa Cattolica– “la Chiesa sostiene, per fedeltà alla parola di Gesù Cristo (Mc 10, 11-12...), che non può riconoscere come valida una nuova unione, se era valido il primo matrimonio” (n. 1650)[8].
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4. Certo, “la Chiesa può, dopo esame della situazione da parte del tribunale ecclesiastico competente, dichiarare ‘la nullità del matrimonio’, vale a dire che il matrimonio non è mai esistito”, e, in tal caso, le parti “sono libere di sposarsi, salvo rispettare gli obblighi naturali derivati da una precedente unione” (CCC, n. 1629)[9]. Le dichiarazioni di nullità per i motivi stabiliti dalle norme canoniche, specialmente per il difetto e i vizi del consenso matrimoniale (cf. CIC cann. 1095-1107)[10], non possono però contrastare con il principio dell’indissolubilità.
È innegabile che la corrente mentalità della società in cui viviamo ha difficoltà ad accettare l’indissolubilità del vincolo matrimoniale ed il concetto stesso di matrimonio come “foedus, quo vir et mulier inter se totius vitae consortium constituunt” (CIC, can. 1055 § 1)[11], le cui essenziali proprietà sono “unitas et indissolubilitas, quae in matrimonio christiano ratione sacramenti peculiarem obtinent firmitatem” (CIC, can. 1056)[12]. Ma tale reale difficoltà non equivale “sic et simpliciter” ad un concreto rifiuto del matrimonio cristiano o delle sue proprietà essenziali. Tanto meno essa giustifica la presunzione, talvolta purtroppo formulata da alcuni Tribunali, che la prevalente intenzione dei contraenti, in una società secolarizzata e attraversata da forti correnti divorziste, sia di volere un matrimonio solubile tanto da esigere piuttosto la prova dell’esistenza del vero consenso.
La tradizione canonistica e la giurisprudenza rotale, per affermare l’esclusione di una proprietà essenziale o la negazione di un’essenziale finalità del matrimonio, hanno sempre richiesto che queste avvengano con un positivo atto di volontà, che superi una volontà abituale e generica, una velleità interpretativa, un’errata opinione sulla bontà, in alcuni casi, del divorzio, o un semplice proposito di non rispettare gli impegni realmente presi.
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5. In coerenza con la dottrina costantemente professata dalla Chiesa, si impone, perciò, la conclusione che le opinioni contrastanti con il principio dell’indissolubilità o gli atteggiamenti contrari ad esso, senza il formale rifiuto della celebrazione del matrimonio sacramentale, non superano i limiti del semplice errore circa l’indissolubilità del matrimonio che, secondo la tradizione canonica e la normativa vigente, non vizia il consenso matrimoniale (cf. CIC, can. 1099)[13].
Tuttavia, in virtù del principio dell’insostituibilità del consenso matrimoniale (cf. CIC, can. 1057)[14], l’errore circa l’indissolubilità, in via eccezionale, può avere efficacia invalidante il consenso, qualora positivamente determini la volontà del contraente verso la scelta contraria all’indissolubilità del matrimonio (cf. CIC, can. 1099)[15].
Ciò si può verificare soltanto quando il giudizio erroneo sulla indissolubilità del vincolo influisce in modo determinante sulla decisione della volontà, perchè orientato da un intimo convincimento profondamente radicato nell’animo del contraente e dal medesimo con determinazione e ostinazione professato.
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6. L’odierno incontro con voi, membri del Tribunale della Rota Romana, è un contesto adeguato per parlare anche a tutta la Chiesa sul limite della potestà del Sommo Pontefice nei confronti del matrimonio rato e consumato, che “non può essere sciolto da nessuna potestà umana e per nessuna causa, eccetto la morte” (CIC, can. 1141; CCEO, can. 853)[16]. Questa formulazione del diritto canonico non è di natura soltanto disciplinare o prudenziale, ma corrisponde ad una verità dottrinale da sempre mantenuta nella Chiesa.
Tuttavia, va diffondendosi l’idea secondo cui la potestà del Romano Pontefice, essendo vicaria della potestà divina di Cristo, non sarebbe una di quelle potestà umane alle quali si riferiscono i citati canoni, e quindi potrebbe forse estendersi in alcuni casi anche allo scioglimento dei matrimoni rati e consumati. Di fronte ai dubbi e turbamenti d’animo che ne potrebbero emergere, è necessario riaffermare che il matrimonio sacramentale rato e consumato non può mai essere sciolto, neppure dalla potestà del Romano Pontefice. L’affermazione opposta implicherebbe la tesi che non esiste alcun matrimonio assolutamente indissolubile, il che sarebbe contrario al senso in cui la Chiesa ha insegnato ed insegna l’indissolubilità del vincolo matrimoniale.
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7. Questa dottrina, della non estensione della potestà del Romano Pontefice ai matrimoni rati e consumati, è stata proposta molte volte dai miei Predecessori (cf., ad esempio, Pio IX, Lett. Verbis exprimere, 15 agosto 1859: Insegnamenti Pontifici, Ed. Paoline, Roma 1957, vol. I, n. 103[17]; Leone XIII, Lett. Enc. Arcanum, 10 febbraio 1880: ASS 12 (1879-1880), 400[18]; Pio XI, Lett. Enc. Casti connubii, 31 dicembre 1930: AAS 22 (1930), 552[19]; Pio XII, Allocuzione agli sposi novelli, 22 aprile 1942: Discorsi e Radiomessaggi di S.S. Pio XII, Ed. Vaticana, vol. IV, 47[20]).
Vorrei citare, in particolare, un’affermazione di Pio XII: “Il matrimonio rato e consumato è per diritto divino indissolubile, in quanto che non può essere sciolto da nessuna autorità umana (antico can. 1118)[21]; mentre gli altri matrimoni, sebbene intrinsecamente siano indissolubili, non hanno però una indissolubilità estrinseca assoluta, ma, dati certi necessari presupposti, possono (si tratta, come è noto, di casi relativamente ben rari) essere sciolti, oltre che in forza del privilegio Paolino, dal Romano Pontefice in virtù della sua potestà ministeriale” (Allocuzione alla Rota Romana, 3 ottobre 1941: AAS 33 [1941], pp. 424-425)[22]. Con queste parole Pio XII interpretava esplicitamente il canone 1118, corrispondente all’attuale canone 1141 del Codice di Diritto Canonico, e al canone 853 del Codice dei Canoni delle Chiese Orientali, nel senso che l’espressione “potestà umana” include anche la potestà ministeriale o vicaria del Papa, e presentava questa dottrina come pacificamente tenuta da tutti gli esperti in materia. In questo contesto conviene citare anche il Catechismo della Chiesa Cattolica, con la grande autorità dottrinale conferitagli dall’intervento dell’intero Episcopato nella sua redazione e dalla mia speciale approvazione. Vi si legge infatti: “Il vincolo matrimoniale è dunque stabilito da Dio stesso, così che il matrimonio concluso e consumato tra battezzati non può mai essere sciolto. Questo vincolo, che risulta dall’atto umano libero degli sposi e dalla consumazione del matrimonio, è una realtà ormai irrevocabile e dà origine ad un’alleanza garantita dalla fedeltà di Dio. Non è in potere della Chiesa pronunciarsi contro questa disposizione della sapienza divina” (n. 1640)[23].
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8. Il Romano Pontefice, infatti, ha la “sacra potestas” di insegnare la verità del Vangelo, amministrare i sacramenti e governare pastoralmente la Chiesa in nome e con l’autorità di Cristo, ma tale potestà non include in sé alcun potere sulla Legge divina naturale o positiva. Né la Scrittura né la Tradizione conoscono una facoltà del Romano Pontefice per lo scioglimento del matrimonio rato e consumato; anzi, la prassi costante della Chiesa dimostra la consapevolezza sicura della Tradizione che una tale potestà non esiste. Le forti espressioni dei Romani Pontefici sono soltanto l’eco fedele e l’interpretazione autentica della convinzione permanente della Chiesa.
Emerge quindi con chiarezza che la non estensione della potestà del Romano Pontefice ai matrimoni sacramentali rati e consumati è insegnata dal Magistero della Chiesa come dottrina da tenersi definitivamente, anche se essa non è stata dichiarata in forma solenne mediante un atto definitorio. Tale dottrina infatti è stata esplicitamente proposta dai Romani Pontefici in termini categorici, in modo costante e in un arco di tempo sufficientemente lungo. Essa è stata fatta propria e insegnata da tutti i Vescovi in comunione con la Sede di Pietro nella consapevolezza che deve essere sempre mantenuta e accettata dai fedeli. In questo senso è stata riproposta dal Catechismo della Chiesa Cattolica. Si tratta d’altronde di una dottrina confermata dalla prassi plurisecolare della Chiesa, mantenuta con piena fedeltà e con eroismo, a volte anche di fronte a gravi pressioni dei potenti di questo mondo.
È altamente significativo l’atteggiamento dei Papi, i quali, anche nel tempo di una più chiara affermazione del primato Petrino, mostrano di essere sempre consapevoli del fatto che il loro Magistero è a totale servizio della Parola di Dio (cf. Cost. dogm. Dei Verbum, 10) e, in questo spirito, non si pongono al di sopra del dono del Signore, ma si impegnano soltanto a conservare e ad amministrare il bene affidato alla Chiesa.
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9. Queste sono, illustri Prelati Uditori ed Officiali, le riflessioni, che, in materia di tanta importanza e gravità, mi premeva parteciparvi. Le affido alle vostre menti e ai vostri cuori, sicuro della vostra piena fedeltà e adesione alla Parola di Dio, interpretata dal Magistero della Chiesa, e alla legge canonica nella più genuina e completa interpretazione.
Invoco sul vostro non facile servizio ecclesiale la costante protezione di Maria, Regina familiae. Nell’assicurarvi che vi sono vicino con la mia stima ed il mio apprezzamento, di cuore imparto a tutti voi, quale pegno di costante affetto, una speciale Apostolica Benedizione.
[O.R., 22.I.2000, 7]